La famosa plandemia trajo muchas cosas que no esperábamos, pero que sí tenían preparadas los que perpetraron ese inicio de un nuevo orden mundial. Uno de esos regalos adicionales ha sido el aborto a base de medicamentos abortivos. En muchos lugares del mundo podías quedarte sin trabajo, sin sueldo, sin alimentos, sin derechos y sin libertad… pero no sin abortar. Las grandes empresas farmacéuticas, las que cada vez más se merecen el nombre de Farmafia entran de lleno en el negocio de la eliminación, repugnante negocio del que antes habían disfrutado los médicos amorales y las grandes multinacionales de la muerte de bebés por nacer, como Planned Parenthood. Que por cierto, tiene su parte en este nuevo siniestro pastel, ya que promociona y distribuye a las mujeres embarazadas los medicamentos abortivos.
Las cifras son claras: el año pasado en Escocia el 98,1% de los abortos fueron químicos. En EEUU, con cifras totales que continúan siendo escalofriantes pese a la derogación de la ley Roe v. Wade, suponen ya un 63% del total, unos 650.000 bebes. Estos medicamentos son la mifepristona, que bloquea la progesterona matando al niño, y el misoprostol, que facilita su expulsión, ya muerto. En internet se encuentra la información de las dosis necesarias.
Comenzamos hace mucho por el autoservicio en restaurantes y gasolineras… el ahorro y la rapidez son imbatibles. En este aborto de autoservicio se llega a todas partes fácilmente, y es barato. El médico, si lo hay, porque ya en algunos sitios te lo venden sin receta, pasa la consulta vía telefónica. Y respecto a lo económico del sistema, aunque el negocio está garantizado por márgenes y cantidad de ventas, por encima de las ganancias estaría siempre la ventaja conseguida en la ingeniería social: la deshumanización final del bebe y la reducción poblacional. Por eso, el objetivo es sobre todo la facilidad de acceso y utilización.
Esta modalidad de matar a los hijos tiene, además, otras muchas ventajas. Muchas no, las tiene todas. Es imposible contabilizar los abortos con medicamentos dados libremente, que es a lo que nos están llevando. Así se evitan esas odiosas cifras que, si antes interesaba airear para dejar clara la necesidad de leyes que facilitaran el crimen y se justificaran en tal demanda, ahora son un aldabonazo en la conciencia de cualquiera con un poco de sensibilidad: el aborto es cada vez más un método anticonceptivo en el que se mata a un ser humano de forma totalmente normalizada.
A esto se añade la imposibilidad de certificar que se está dentro de los plazos legales de eliminación de embriones. De hecho, ya hay casos de bebés viables y más que viables envenenados con el medicamento en un claro caso de vulneración de leyes e incluso, infanticidio. Pero ¿a quién le importa? ¿A la madre convencida de quitarse un problema? ¿A los que creen que somos muchos? No hay nada más desprotegido y vulnerable que un niño no nacido.
Y si algo le pasa a la mujer, que ha tenido tan poco cuidado que se ha embarazado, una menos en un mundo en el que sobramos casi todos. Lo que parece un hándicap es una ventaja más… nadie es culpable de la muerte de alguien que actúa voluntariamente en la ingesta del medicamento que ha terminado con su vida. Sería otra vida menos en un proceso que busca disminuir el número de vivos.
Finalmente, ya hay voces que señalan que el vertido de cientos de miles de seres humanos y restos de medicamentos nocivos en las aguas residuales que van a cauces más grandes puede contaminar los ríos. Y esas sustancias, cuyos efectos insidiosos están poco estudiados son, además, abortivas, por lo que pueden afectar a la capacidad reproductiva de muchas mujeres. Otra aparente objeción que, para los instigadores de este sistema de reducir población, es más que bueno. Que restos humanos reciban un trato de desperdicio ayuda a la cosificación y degradación del ser humano en su dignidad y esencia divina. Tratados como basura, esos millones de niños son despojados definitivamente de su humanidad. Todo ventajas… circulen, dejen paso a la modernidad. Y si los provida quieren rezar en algún sitio, que recen en los ríos, donde nadie pueda verlos, donde no pongan en evidencia el genocidio en el que la modernidad nos ha sumergido.
Alicia V. Rubio Calle